Comentario
La cuestión de la represión de las autoridades absolutistas sobre los liberales ha sido objeto de alguna controversia entre los historiadores, más que por el hecho de reconocer, o no, que hubo represión -pues nadie podría negar que la represión existió- por la naturaleza y la extensión de ésta. Para unos, la persecución de los liberales y las depuraciones en la administración fueron perfectamente organizadas de una forma sistemática desde el poder. El propio Fernando VII, quien mostraría una crueldad y un espíritu vengativo especialmente intensos, sería el incitador de esta política de represalias. Para otros historiadores, las más graves acciones tendrían su origen, no tanto en el poder absolutista restaurado, sino en las pasiones desatadas por los grupos de realistas que demandaban una reparación de los perjuicios y agravios sufridos durante los años de dominio liberal y que dieron lugar a venganzas de tipo personal y a actitudes de violencia incontrolada.
Como suele ocurrir en este tipo de controversias historiográficas, ambos puntos de vista tienen parte de razón y no es posible decantarse hacia ningún lado si no se argumenta con datos precisos y con cifras concretas. Aunque es cierto que hubo represión incontrolada -y el fenómeno volvería a repetirse tristemente en los frecuentes cambios políticos de nuestra España contemporánea-, también lo es que muchos liberales tuvieron que buscar el camino del exilio para evitar la cárcel y que otros se vieron condenados por su forma de pensar, o simplemente desplazados de la administración por su falta de fidelidad al absolutismo.
Entre los organismos que se pusieron en marcha para llevar a cabo una depuración de quienes habían colaborado con el liberalismo, hay que mencionar a las Comisiones Militares, creadas el 13 de enero de 1824 y que estuvieron funcionando hasta el 4 de agosto de 1825. Sobre 1.094 casos estudiados por Pedro Pegenaute, más de la mitad correspondían a delitos de carácter político y el resto a delitos comunes. Otros tribunales por delito de opinión -aunque no tenían carácter oficial- fueron las Juntas de la Fe, que retomaron competencias propias de la Inquisición. A ellas hay que atribuirles la ejecución del maestro Antonio Ripoll, el último condenado en un auto de fe de la historia de España.
Según el estudio que ha realizado recientemente Jean Philippe Luis sobre la labor de la Junta de Purificaciones destinada a depurar a los servidores del Estado, entre 1823 y 1832 se produjeron un total de 2.142 exclusiones de funcionarios de las administraciones central y provincial. El número es ciertamente elevado, pero si se tiene en cuenta que los funcionarios que fueron objeto de investigación fueron alrededor de 23.000, la cifra se relativiza. Sólo el 10 por ciento de la función pública que existía en 1820 fue rechazada a raíz de la segunda restauración. Las depuraciones fueron importantes, pero no fueron de la envergadura de la que a veces se ha estimado. Hubo también depuraciones de elementos ultraconservadores que fueron expulsados de la administración en una fase más tardía. Pero a diferencia de los liberales, que fueron depurados por un delito de opinión cometido en un periodo anterior, los ultras lo fueron por delitos de conspiración, como la que encabezó Bessiéres en 1825. Y en todo caso, estas últimas depuraciones nunca alcanzaron la sistematización de la que fueron objeto los liberales. De todas formas, parece claro que no fue exclusivamente el criterio de adscripción política lo que prevaleció entre 1823 y 1833 a la hora de buscar hombres capaces y válidos. Para Fernando VII existían también otros pareceres para contar con colaboradores en su administración. Por una parte la búsqueda de un personal que le fuese fiel por encima de cualquier consideración ideológica. Por otra, resulta evidente que el monarca buscaba la cohabitación de algunos absolutistas y liberales moderados con elementos ultras.
En cuanto al exilio como recurso al que tuvieron que acogerse algunos liberales para escapar a la represión absolutista, fue también importante más por la calidad de los exiliados que por su cantidad, y afectó sobre todo a los elementos políticos que más se habían significado en la etapa del Trienio. Muchos de los que se hallaban en Cádiz, a donde habían acudido en su huida para evitar caer en manos de las tropas francesas, marcharon a Inglaterra, pasando primero por Gibraltar, que era el refugio que tenían más a mano dada su proximidad geográfica con la capital gaditana. Pero Gibraltar, donde hubiesen deseado quedarse muchos para no tener que salir de la Península, no ofrecía condiciones para acoger a tal cantidad de refugiados. Además, las autoridades absolutistas presionaron al Gobierno de Gran Bretaña para que los obligase a salir de la plaza, ya que podían constituir una amenaza para la Monarquía absoluta si desde allí comenzaban a organizar intentonas revolucionarias para destronar a Fernando VII. Así pues, Gibraltar fue sólo una plataforma desde donde estos exiliados se distribuirían por otros países europeos o americanos en los que permanecerían hasta que las condiciones políticas les permitiesen volver.
Vicente Llorens estudió a los liberales españoles que se refugiaron en Gran Bretaña y ha puesto de manifiesto la importancia que llegaron a alcanzar en la capital inglesa que, según sus palabras, llegó a convertirse en el "verdadero centro político e intelectual de la emigración". En Londres se concentraron en el barrio de Sommers Town, donde hasta hacía poco tiempo habían vivido los "emigrés" franceses que habían huido de su país ante el temor de las persecuciones desatadas en Francia a raíz del estallido de la Revolución de 1789. Algunos de los liberales españoles desarrollaron una extraordinaria labor en el campo de las letras, publicando algún que otro periódico y participando en otras actividades culturales y, cómo no, también en no pocas intrigas políticas y conspiraciones para derrocar al régimen absolutista. Los militares Torrijos, Mina y Quiroga, los diputados Joaquín Lorenzo Villanueva, Javier Istúriz y el economista Alvaro Flórez Estrada, estuvieron entre ellos.
Francia fue el otro país a donde acudió otro núcleo importante de refugiados españoles en este periodo. Sin embargo, hay que distinguir dos comunidades de emigrados políticos en el pais vecino a partir de 1823. En primer lugar, el grupo compuesto por lo que podríamos llamar la emigración de élite y constituido en general por personas de un cierto relieve en la vida política, económica o cultural de la España constitucional. El compromiso que estas personas adquirieron con el sistema liberal les obligó a buscar refugio en el extranjero y prefirieron pasar a Francia antes que a cualquier otro país. Muchos de ellos disfrutaban de una situación económica holgada que les permitió instalarse en ciudades no lejos de la frontera, como Burdeos o Toulouse, o en la misma capital. Su posición les facilitó la toma de contacto con los medios más distinguidos de la sociedad y la política francesas. Entre ellos, cabría citar al político y dramaturgo Martínez de la Rosa, al financiero Vicente Bertrán de Lis, o al duque de Rivas.
El otro grupo, más numeroso, estaba formado por los soldados y oficiales del ejército liberal que, después de haber capitulado ante el ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis, habían sido conducidos a Francia e internados en diferentes depósitos en los que fueron sometidos a un estrecho control por parte de la policía francesa. Según las estadísticas existentes, estos prisioneros alcanzaron la cifra de 12.459 entre oficiales, suboficiales y soldados. La mayor parte de ellos pudieron acogerse a la amnistía decretada por Fernando VII el 1 de mayo de 1824, y los que no lo hicieron, pasaron a engrosar las filas de los otros refugiados que permanecieron en Francia hasta el final del reinado.